A Moralito ya no le cae la gota fría
En la tradición vallenata, el nombre de Lorenzo Morales se hizo leyenda por la rivalidad musical que mantuvo con Emiliano Zuleta durante diez años. Esa disputa de acordeoneros se sigue cultivando y se conoce con el nombre de piqueria. Fue durante esa prolongada riña que Zuleta compuso el vallenato más conocido dentro y fuera de Colombia: La gota fría. La canción en la que inmortalizó a su contendor como un cobarde que huyó de Urumita, pueblo del departamento de La Guajira, para evadir el enfrentamiento.
Por CRISTHIAN TICONA
Postrado en su cama así, con el cuerpo rígido, los ojos bien despiertos y ese temblor que gobierna sus manos, Lorenzo Morales parece confirmar lo que dicen de él. Su lecho yace bajo una ramada de calaminas donde toma el fresco de la tarde. La primera imagen que proyecta es la de un anciano decadente, abatido, sin ganas de nada. En su casa del barrio Primero de Mayo, en los suburbios de Valledupar, el viento sopla con tal desgano que apenas consigue mover las ramas del mango que crece en el patio. A pocos metros, el viejo descansa desparramado sobre la tarima, inmóvil, con la mirada perdida en el techo, como si estuviese concentrado en impartir órdenes a sus desobedientes extremidades. Desde que no puede valerse por sí mismo, acepta dócilmente las atenciones de sus hijos. No protesta si algo le disgusta. Con los años aprendió a sobrellevar esa incomodidad con el allanamiento de un reo resignado a su condena perpetua.
Por las mañanas lo visten con camisas livianas y pantalones de gabardina. A las nueve está listo para aguantar sin suicidarse, el tedio de las largas horas matinales y el asfixiante bochorno del medio día. Es apenas el anticipo del verano y la temperatura en esta ciudad del Caribe colombiano supera los cuarenta grados centígrados. Los taxis circulan con las ventanas cerradas para evitar que escape el aire acondicionado y en los autorradios no suena otra cosa que los últimos hits de Jorgito Celedón o Peter Manjarrés. Mientras que decenas de familias se vuelcan al río Guatapurí buscando alivio para sus incendiados cuerpos, a Lorenzo Miguel Morales Herrera los atardeceres le mejoran el ánimo. Lo sacan de su parquedad. Como ahora que parece haberme estado esperando hace tiempo, con sus recuerdos en ristre, listo para dispararlos.
—Todos me llaman Moralito— cuenta con voz lánguida y grave—. Así me decía mi compadre Emilianito y así me quedé.
En la tradición vallenata, el nombre de Lorenzo Morales se hizo leyenda por la rivalidad musical que mantuvo con Emiliano Zuleta durante diez años. Esa disputa de acordeoneros se sigue cultivando y se conoce con el nombre de piqueria. Fue durante esa prolongada riña que Zuleta compuso el vallenato más conocido dentro y fuera de Colombia: La gota fría. La canción en la que inmortalizó a su contendor como un cobarde que huyó de Urumita, pueblo del departamento de La Guajira, para evadir el enfrentamiento.
Acordate Moralito de aquel día
que estuviste en Urumita
y no quisiste hacer parada.
Te fuiste de mañanita
sería de la misma rabia.
Esta no solo es la composición más afamada del folclore vallenato, es también la máxima expresión de una costumbre que para los colombianos nació con el mito del duelo de acordeones entre Francisco Moscote y el diablo, hace más de 150 años. Gabriel García Márquez escribió en 1983 que los versos magistrales de La gota fría eran para su gusto los de una creación perfecta. La contundencia de sus estrofas demolió la reputación de Moralito. Nadie, sin embargo, puede asegurar categóricamente que hubo un ganador absoluto en esta piqueria. En Valledupar unos dicen que fue Zuleta, otros responden que fue Morales. El estudioso del vallenato Julio Oñate cree que venció el segundo, porque, aunque sus versos no se hicieron tan conocidos, aventajaba a su rival en el acordeón.
En los años que duró la escaramuza musical, las cosas estuvieron bastante parejas. La gota fría era una canción más del repertorio de Zuleta, picante y graciosa, hasta que en 1993 fue grabada por Carlos Vives. Desde entonces las cosas cambiaron para Emiliano. Empezó a recibir importantes sumas de dinero por la autoría del tema, mientras que, a la inversa, la fama de Moralito era sepultada en la fosa común donde van a parar los perdedores. Así quedó perennizado como el acordeonero follón que huyó cual gallina de una parranda a la que se había presentado como gallo matrero.
—Sin Vives, La gota fría nunca se hubiera conocido mundialmente ni Emiliano Zuleta sería lo que fue— me dijo Julio Oñate, autor de El ABC del vallenato, la vez que lo busqué en su oficina de próspero ganadero—. La música de Vives eclosionó en el gusto popular porque juntó al acordeón con las gaitas indígenas en una fusión exquisita y fresca. Ese sonido exótico y contemporáneo le dio trascendencia continental.
Tenía razón. La primera versión de La gota fría fue grabada por Guillermo Buitrago a fines de 1940, con el título de Qué criterio. Dieciséis años después fue actualizada por Colacho Mendoza y más tarde volvió a resucitar en la voz de Daniel Celedón. Pese a ello nunca fue una canción de antología. Pero Carlos Vives la elevó al parnaso de la música y fue grabada más tarde por Julio Iglesias, Paloma San Basilio, el Grupo Niche, e incluso por Ray Conniff. Hay más de cuarenta versiones de La gota fría.
Esta tarde he perturbado la tranquilidad de Lorenzo Miguel buscando respuestas sobre la fama de cobarde que amasó por no tocar aquella mañana en Urumita.
—Siempre he sido un hombre de paz y mire usté, algunos lo confunden con cobardía. Un día yo me hice el valiente de verdá. Un farsante me hizo encarcelar dos días. Así que tomé mis ahorros, me compré una pistola y me fui a buscarlo para acabar con él—r elata desde su tálamo. La suerte le daría la espalda, otra vez.
***
Lorenzo Morales nació pobre, el 19 de junio de 1914. Era verano en Guacoche, pueblo del corregimiento de Valledupar, hoy capital del departamento del Cesar. La prosperidad estaba en otra parte, en la zona bananera donde la United Fruit Company había levantado su imperio. Por eso cuando su hermano Agustín se hizo grande, buscó cualquier pretexto y se largó para allá buscando fortuna. Lorenzo en cambio se quedó junto a su madre Juana Morales. Cada vez que Agustín regresaba con su acordeón, Lorenzo lo envidiaba en silencio. Un día, el viajante Saturnino Romero se apareció por Guacoche con un acordeón de factura italiana. Moralito no demoró en imaginarlo desplegándose sobre su pecho, el aliento de los fuelles haciendo aullar los pitillos, y sus dedos transitando por los peldaños de las botoneras.
—Usté sabe que cuando uno es muchacho se pone necio. Yo me encapriché con ese ejemplar— cuenta ahora más animado, como si esos recuerdos le devolvieran la vitalidad que perdió con los años.
El viajante supo que la ocasión era inmejorable para cerrar un buen negocio y le propuso canjear el apetecido instrumento por el novillo que Lorenzo Miguel atesoraba como cimiento del prometedor porvenir de ganadero que nunca llegó a consumar por culpa de la música. El torete era todo el capital del adolescente, de modo que para hacer tan delicada transacción recurrió al consejo de su madre.
—Acepta el trueque— le dijo— no soporto verte como sapo en la orilla sin poder lanzarte al agua.
Cuando Juana Morales cayó en la cuenta de que Lorenzo era un acordeonero respetado, comprendió recién que involuntariamente lo había arrojado a los brazos de la fama, enviándolo a los pueblos cercanos, a cumplir recados nimios como cobrar cuentas o comprar alimentos. El mozalbete no se despegó de su instrumento en ninguno de sus viajes. Así se hizo conocido en toda la provincia, mientras que a la par Emiliano Zuleta ganaba reputación en los caseríos aledaños a La Jagua del Pilar, en la Guajira, donde nació dos años antes que Lorenzo. Con el tiempo perfeccionó su técnica de la mano de Chico Bolaños, uno de los acordeoneros más prestigiosos de la época. No había fiesta que Moralito no animara. Como andaba de un lugar a otro, Rafael Escalona no pudo hallarlo el año que lo buscó para parrandear juntos. Escalona es un compositor exquisito. Sus versos finísimos son realismo mágico puro. García Márquez, hipnotizado por su raza poética, incluyó su nombre en Cien años de soledad. Carlos Vives grabó una novela inspirada en su vida y popularizó sus mejores canciones. Por estos días Escalona está internado en una clínica de Bogotá, resistiendo al cerco que le tendió la muerte hace ya varias semanas. La vez que buscó a Lorenzo, en 1945, decepcionado de no encontrarlo, escribió el paseo Buscando a Morales.
Porque Moralito es una fiebre mala
que llega a los pueblos y en ninguno para.
Porque Moralito es un hombre andariego,
que cambia de nido ni el cucarachero.
Porque Moralito es una enfermedad,
que está en todas partes y en ninguna está.
Tengo la sospecha que estas conmemoraciones han puesto alegre a Lorenzo Miguel. Su esposa Ana Romero, que nos estuvo escuchando todo el tiempo, se acerca con disimulo en su silla de ruedas. Se acomoda a una distancia prudente, ni tan lejos como para escuchar con dificultad lo que me está contando su marido, ni tan cerca como para estropear el diálogo. Moralito se da cuenta enseguida y con la fuerza inextinguible de sus demonios internos, hace un despliegue de galantería insospechado.
—Uy si usté supiera lo bueno que fui pa las mujeres— me dice.
—¿Tuvo muchas? — lo interrogo.
—Uff si le contara— responde— yo sigo componiendo versos, y esta mujer de acá, es mi mayor musa.
Su sorpresiva acrobacia provoca tal cataclismo en Ana que casi salta de la silla. Se contonea. Y como tratando de disfrazar la erubescencia que colorea su piel lechosa, agacha lentamente la cabeza para sollozar despacito.
—Pero qué tonterías estás diciendo hombre.
Ese es Moralito. Un viejo zorro de 94 años. Un semental que suplió con maña las desventajas de su metro y medio de estatura. Por su tamaño, el diminutivo le sentó bien desde el principio. Sin embargo, se agrandó con Zuleta y demostrando que no le tenía miedo empezó a llamarlo “Emilianito”. Tuvo cinco hijos con Amparo Varela, su primera mujer, a quien compuso el son Amparito. Después se desligó de ella para darse gusto con Ana Romero, una jovenzuela a la que sedujo cuando tenía apenas 16 años y él 36. Le he preguntado cuántos hijos tiene con su segunda esposa. El viejo queda mudo, duda, parece haber perdido la cuenta.
—¿Cuántos tenemos? —le consulta a su mujer.
—Uy poquísimos —contesta mirándome fijamente— tuvimos trece sin contar los que perdí.
De los que nacieron entre parranda y parranda nadie llevó la cuenta. Hasta hace una década, Moralito asistía con frecuencia a las jaranas de Valledupar. En esta ciudad las parrandas son soberbias fiestas donde se sirven humeantes sancochos y arepas a destajo, se bebe whisky Old Parr durante días completos, y se rinde pleitesía al acordeonero, que junto al guacharaquero y cajonero, conforman la trinidad de esa deidad llamada vallenato.
—Hay veces que Lorenzo se perdía varios días en las fiestas— asegura Ana Romero con una expresión que transita entre la burla y la ternura—. Yo lo buscaba hasta encontrarlo, me lo echaba al hombro y me traía a mi hombre a descansar.
—Pero al día siguiente ya descansadito, me volvía a parrandeá— replica Lorenzo avergonzado.
***
Esta mañana saldré con Moralito a dar un paseo por Valledupar. Hace siete años que el viejo no pisa las calles en un día festivo como este. Iremos a La Pedregosa, el complejo recreacional donde su nieto Jairo competirá en el Concurso de Acordeonero Juvenil del 43 Festival de la Leyenda Vallenata. Allí me confesará entre merengues y paseos, que la historia difundida sobre el inicio de la piqueria en Guacoche es inexacta. Son las nueve de la mañana de un miércoles de mayo de 2009. Mientras su hija Cecilia termina de asearlo, me he detenido a contemplar los cuadros de la sala. En una de esas pinturas al óleo, Lorenzo viste guayabera y pantalón blanco, a lo García Márquez, mientras le arranca melodías a su acordeón en medio de los matorrales.
Media hora más tarde viajamos en un taxi. Él va sentado en el asiento del copiloto, liberado de la silla de ruedas, pero igual de tieso. Sus piernas están duras como dos troncos secos.
—Hubo muchas piquerias —me dice— pero ninguna agarró color como la que tuve con mi compadre Emilianito.
El combate musical entre estos dos ídolos del vallenato empezó, según ha documentado Julio Oñate, cuando ambos eran ya músicos aclamados. Sus seguidores se encargaron de atizar el fuego. Los de Guacoche sembraron el rumor que Moralito era el mejor acordeonero de la época y que tenía de hijo a Emilianito. Los de La Jagua decían que la cosa era al revés. Ambos se vieron las caras por primera vez una tarde que Zuleta pasaba por Guacoche, camino a Valledupar. Este irrumpió en la parranda donde Morales era el indiscutible amo de la fiesta y solicitó con insistencia que lo dejaran tocar el acordeón. Lo hizo con tal destreza que a la siguiente ronda de tragos fue el primero en recibir la atención de los anfitriones. De acuerdo con la jerarquía parrandera solo el mejor tiene ese privilegio. Cuentan que a Morales le disgustó la osadía del intruso. Durante el resto de la fiesta no volvió a soltar el instrumento. No estaba dispuesto a ser humillado en casa.
—Eso no fue así— sentencia Moralito, ahora en La Pedregosa. Llegamos justo cuando Jairo estaba en el tabladillo.
Su nieto dejó el acordeón siendo niño para dedicarse a la percusión. Prefiere la caja. Jamás podrá convertirse en “Rey Vallenato” porque ese es un título al que solo pueden aspirar los acordeoneros. El cajero y guacharaquero son el complemento. Acompañan, más nunca alcanzarán el estatus del que toca el acordeón. Cecilia Morales confiesa que a Lorenzo Miguel le hubiese gustado que alguno de sus descendientes le siga los pasos. Ninguno pudo complacerlo. A Moralito le entristece pensar que un día su leyenda se apagará y teme que su huella desaparezca de las playas de la memoria colectiva. Cuando sopla el viento del olvido, no hay rastros perecederos en la arena. Hasta en eso Zuleta tuvo mejor suerte. Sus hijos y nietos prolongaron su presencia musical. Ya son una dinastía.
El episodio en Guacoche inauguró este conflicto juglaresco. No fue la única piqueria pero sí la más fecunda en versos y la de más duración. Hubo otras como la de Víctor Silva y Octavio Mendoza, o la de Luis Villar y Escolástico Romero, o la de Guillermo Buitrago y Esteban Montaño, o la de Abel Antonio Villa y Luis Enrique Martínez. Estos últimos llegaron a las armas. Cegados por la cólera se retaron a duelo. Convinieron que la cita fuese en casa de Rafael Díaz. Tuvieron que interceder muchos amigos para hacerlos entrar en razón y el pleito no acabe en desgracia. Villa desenfundó su revólver, apuntó al piso y jaló el gatillo. “Volveremos a pelear el día que alguien desentierre este plomo” dijo. Luego se abrazaron. Todo eso sucedía cuando Emiliano empezó a componer versos inflamados contra Lorenzo Miguel, a quien le llegó el rumor que Zuleta andaba diciendo que lo había vencido en su propio pueblo. Moralito contestó con el paseo El Borrador.
El borrador de Emiliano se lo mando,
para que aprenda la rutina de Morales,
para que escuche y se la pase analizando,
que mis sones se respetan por la calle.
La rivalidad fue creciendo proporcionalmente a la cantidad de fanáticos que se sumaban a cada bando. Los piques de estos dos juglares eran esperados por el pueblo. La respuesta no demoró con Contestación a Moralito.
Si Morales, si Morales saca uno
Zuleta, Zuleta, le saca dos
porque no, porque no me da la gana
hombre que ese negro venga a tocá más que yo.
Hace unos años, antes de que Emiliano falleciera en el 2005, el periodista Alberto Salcedo Ramos, quien reconstruyó la vida desbocada de Zuleta en “El testamento del viejo Mile”, le hizo notar que no eran pocos los que sostenían que Lorenzo era mejor. “Mejores que yo hay muchos, pero el que escribió La gota fría fui yo” respondió con arrogancia. Julio Oñate asegura que Zuleta no se hubiese atrevido a decir eso antes de que Carlos Vives grabara la canción. Y me citó un pasaje del merengue Que el diablo tenga la culpa, en que Emiliano reconoce la superioridad de su contrincante, atribuyendo la buena técnica de Lorenzo a fuerzas sobrenaturales.
Los que han visto a Lorenzo tocando
me dicen que es verdad que ejecuta
pero si se lleva a Emiliano por delante
que el diablo tenga la culpa.
***
En 1992 la suerte parecía sonreírle por fin a Morales. Gabriel García Márquez, que ese año había aceptado ser jurado del Festival de la Leyenda Vallenata, se lo encontró en casa del gobernador de Valledupar, en el clímax de la farra que se armó desde el medio día. Gabo es un enamorado empedernido del folclor vallenato. En 1983 había escrito que Cien años de soledad era un vallenato de 350 páginas, y en el 2006 no dudó en firmar una carta elogiando los avances de este género musical, una misiva que fue capital para que los organizadores del Grammy Latino incluyeran por primera vez un premio en la categoría Cumbia-Vallenato.
—Señor García, yo solo lo conocía a usté por los papeles y me alegra verlo en persona— le dijo Lorenzo Miguel.
—No es para tanto Moralito— respondió el Premio Nobel de Literatura.
—Yo quisiera tocá pa usté, pero fíjese que no tengo un acordeón pa complacerlo—.
El abuelo recuerda ese episodio con la lucidez con que rememora todos los capítulos de su atosigada vida. Tiempo atrás uno de sus hijos había caído enfermo y a falta de dinero remató su acordeón para comprar las medicinas.
—No se preocupe usted Lorenzo, yo le voy a regalar uno— le dijo García Márquez.
Le he preguntado sobre ese encuentro a Jaime García Márquez, hermano menor de Gabo. “No tengo la menor duda de que detrás estuvo la mano de Consuelo Araujo Noguera. Ella se las arreglaba como sea para ayudar a sus amigos acordeoneros” me dijo. Consuelo, una de las principales impulsoras del Festival de la Leyenda Vallenata, era la protectora de los juglares de Valledupar. Fue ella quien le consiguió a Moralito un puesto de trabajo en el Instituto de Mercado Agropecuario (IDEMA) y quien logró que le dieran una jubilación. Fue ministra de Cultura en el gobierno de Andrés Pastrana y en el 2001 fue secuestrada por la guerrilla de las FARC. El Ejército colombiano montó un operativo de rescate, pero cuando la milicia se vio acorralada, la remató cobardemente. Era setiembre. Tenía 61 años.
Jaime recuerda que Gabo desapareció de la fiesta y al cabo de una hora volvió con un acordeón ostentoso. Tanto júbilo no cabía en el cuerpo de Lorenzo Miguel. A los pocos años, su esposa Ana enfermó y le tuvieron que amputar la pierna izquierda. No le quedó alternativa. Empeñó el apetecido acordeón para solventar los gastos de la operación.
—Ese ni loco pa venderlo— dice Moralito.
¿Qué clase de venganza es esa de quitarle el dominio de sus manos a un artesano de la música? Cuando Emiliano Zuleta agonizaba en un hospital, en 2005, Lorenzo le dijo: “si usté se me muere compadre, no volveré a tocá el acordeón”. Y lo decía en serio porque cuando la piqueria llegó a su fin se hicieron tan entrañables amigos que solo aceptaban invitaciones para tocar juntos. Emilianito falleció en octubre de ese año. Para entonces el Parkinson ya hacía estragos en los brazos de Morales. Dos años después ya no podía digitar el instrumento. Atrás habían quedado esos años de áspera confrontación en que los trovadores llegaron a las mentadas de madre. Esos momentos de tensión fueron magistralmente plasmados en La gota fría.
Morales mienta mi mama
solamente pa ofender
para que él también se ofenda
ahora le miento la de él.Moralito, Moralito se creía
que él a mí, que él a mí, me iba a ganar
y cuando me oyó tocar
le cayó la gota fría
al cabo é la compartía
el tiro le salió mal.
En el patio donde lo conocí hace tres días, Lorenzo da dura batalla a la convulsión de sus rebeldes manos. Los impulsos no lo dejan llevarse a la boca la cerveza que su nieta Johanna le ha destapado. Esta vez se encuentra rodeado por una veintena de personas que esperan el relato de sus hazañas. Le he pedido casi a gritos que cuente los pormenores de aquella vez que desafió su reputación de perdedor para reivindicar el honor le habían lastimado. Al verlo sitiado, como en los viejos tiempos en que era el rey de las parrandas, lo imagino en sus años mozos, haciendo gemir su acordeón, arrancando suspiros a las mujeres, y me pregunto si no es acaso un gran farsante, un gallo que le hizo creer a su compadre que perdió la piquería. Parecer un fracasado es a veces una rara forma de ganar.
—Se me había presentao en Guacoche una jugosa oferta —relata— y le compré dos vaquillas a un sujeto que me las vendió a bajo precio. A los días llegó a mi casa de allá el alguacil de Valledupar con una orden de arresto, diciendo que yo me había robado esas vaquitas. Le expliqué que me las había vendido un comerciante, pero no me creyó y estuve en el bote más de tres días—.
En las setenta y dos horas que permaneció en la carceleta rumió su venganza. Al salir en libertad pidió a su mujer el dinero de los ahorros. “A Morales nadie lo va a tomá por ladrón. Si Lorenzo tiene que estar en la cárcel que sea por defender su honor, no por ladrón” le dijo a Ana Romero y compró un revólver en el mercado negro.
—Así pué me fui a buscar al farsante. Estaba decidido. Ahí en la zona me crucé con muchos conocidos que me preguntaban por qué andaba armado. Les dije que tenía que ajusticiar a un embustero. Otro me respondió que no valía la pena, que a ese ya lo habían matado temprano en La Guajira, en un ajuste de cuentas—.
***
Los acordeoneros juveniles que esta mañana compiten en La Pedregosa, a donde he llegado con Moralito en un taxi amarillo, tienen sus propios clubes de fans. Entusiastas muchachitas no se cansan de alentarlos mientras pasan por el rigor del jurado. Todos quieren ser el Rey Vallenato de su categoría. De las copas de los árboles cuelgan coloridos carteles con fotos de los candidatos. Hay por ejemplo uno de fondo rojo que le saca brillo a su título: Sergio Checho Caballero, Rey juvenil. Otro letrero, más arriba, suelta una amenaza: César Pión, suena a rey. Lorenzo está sentado cerca al escenario y por momentos parece aburrirse. El animador lo saluda por el altoparlante y le prodiga elogios de todos los calibres. El público se acerca para saludarlo. Se toman fotos con él. Lo abrazan. Le cogen las manos o le golpean la espalda con ternura. Moralito tiene la expresión de un niño mimado. Se siente querido.
—Es que Emilianito y yo hicimos historia —retoma la conversación—. Yo le escribí como cincuenta sones y él me respondió igualito.
Desde mucho antes de componer La gota fría, Zuleta se la pasó provocando a Lorenzo con su estilo irreverente, mordaz y arrogante. En varias de sus canciones le restregó su color de piel, como si se tratase de una ofensa. En junio de 1940 se le acabó la bravuconada. Moralito se apareció en Urumita en plena fiesta de San Pedro y San Pablo, donde Emiliano había armado una descomunal parranda en casa de Enemislo Farfán. Cuenta Julio Oñate que alguien lo agarró del cuello y lo obligó a enfrentarse con Zuleta, quien empezó con tono conciliador.
Hoy se acaba la porfía
entre Guacoche y La Jagua.
No se libra de esta panga
ay ni la virgen María.
La respuesta de Lorenzo fue inmediata pese a que su presencia en Urumita no respondía a razones festivas. Ni siquiera había llevado su acordeón.
Están buscando rencilla
rutina tiene Lorenzo
me agarraron por el cuello
y eso a mí sí me fastidia.
Al ver los amigos de Zuleta que Morales le sacaba ventaja, decidieron suspender el duelo argumentando que el primero estaba demasiado bebido. La piqueria debía reanudarse a las cinco de la mañana, después de descansar. Pero Lorenzo partió temprano, de regreso a Guacoche, lo que inspiró los versos encendidos de Emilianito, asegurando que se fue de mañanita por escapar de la batalla de acordeones. En una de las estrofas lo atacó enfurecido diciéndole negro yumeca y que no podía tener cultura por haber nacido en los cardonales. Después del incidente, agobiado por los problemas económicos, Moralito se marchó a la sierra, al Perijá, en La Guajira, a ganarse el pan sembrando café. No se tuvo noticias de su paradero durante varios años. Sus amigos hasta lo creyeron muerto. Los parranderos guardaron luto y dice la leyenda que sus mujeres lo lloraron días enteros. Leandro Díaz llegó a componer La muerte de Moralito a modo de homenaje póstumo.
La última página queda de su memoria
cuando cantaba muy alegre en la región,
en El Errante sus palabras se secaron
como pétalos de rosa marchitados por el sol.
Si fuera un mejicano el que acaba de morir
corridos y rancheras el mundo cantaría,
pero murió Morales ninguno lo oyó decir
murió poéticamente dentro de la serranía.
Leandro Díaz es otro de los patriarcas del vallenato. La admiración que le tenía García Márquez fue tan grande que llegó a colocar como epígrafe de El amor en los tiempos del cólera, los versos de su canción La diosa coronada. “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”. Gabo quedó impresionado el día que lo conoció en su taller de carpintería. Leandro estaba en tinieblas, martillando tablas, en plena fabricación de una mesa. Era ciego de nacimiento y no necesitaba luz. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y no se podía importar acordeones, Leandro Díaz reparaba los que había en Valledupar y hasta les aumentaba las tonalidades.
Moralito dio la sorpresa tiempo después cuando regresó de Guacoche. Traía entre manos la respuesta a La gota fría.
Emilianito Zuleta
se ha puesto embustero lo mismo que Luis Villar
en Urumita dijo que me había ganado
y aquí vuelvo otra vez para que me vuelva a ganar.
En el fondo, aunque ahora diga lo contrario, a Lorenzo Miguel le ardían las composiciones de Zuleta. Enterado de que este se había ido a vivir una temporada a la zona bananera, le hizo una canción diciendo que para economizar comía toda clase de animales salvajes. El agraviado respondió con artillería pesada, asegurando que Moralito comía pejerratón y caimanes. Así se la pasaron diez largos años, disparándose versos como dardos envenenados, prodigándose coplas calumniosas, forjando la historia de la piqueria más afamada de todos los tiempos. Consuelo Araujo Noguera, la Cacica de Valledupar, escribió alguna vez: “Morales y Zuleta brindaron a la región toda una época de galante torneo musical, en el cual no hubo ningún vencido, y en cambio sí muchos vencedores; los amantes de nuestro folclor”. Una de las contestaciones más conocidas de Morales se titula Rumores, un paseo que fue grabado por varios cantantes como Armando Mendoza y Miguel López, en que se desquita lo de negro yumeca.
Yo conozco el pique que me tiene Emilianito
yo siempre le he dicho que no se meta conmigo
anda criticando que yo soy negro yumeca
pero él no se fija que es blanco descolorido.Yo no se lo que le pasa a Emiliano
yo no se lo que le pasa a Zuleta
ese miedo que me tiene
de mandarme la respuesta.
Con el tiempo y zanjado el conflicto, ambos se presentaron juntos en Bogotá, Cartagena, Barranquilla, y hasta en Caracas. Se visitaban con frecuencia.
—A ese que dice haberle ganado Emilianito en Guacoche, no fui yo— me dice Moralito.
Por fin parece dispuesto a hablarme de ese pasaje que no le gusta comentar para no contradecir la leyenda. El rumor que corrió como reguero de pólvora fue que Zuleta había humillado a Lorenzo Morales en su propio pueblo y así quedó grabado en la memoria de los colombianos.
—¿A quién se enfrentó entonces? —le pregunto, mientras observo sus piernas muertas.
—Ese fue mi hermano mayor, Agustín —replica—. Yo estaba enfermo en un pueblo ahí cerca, escapando de una mujer a la que no quería contagiarle. Esa es la verdadera historia.
En ese momento de la conversación el rostro de Lorenzo Miguel se impregna de una expresión dura. Estamos solos. Su hija Cecilia fue a comprar comida y su nieto Jairo pasea con su novia. Moralito mira a los costados. Se sujeta de las coderas de su silla de ruedas. Luego descuelga una pierna. Enseguida la otra. Toma impulso, se levanta y se echa a andar lentamente. Yo que no salía de mi asombro por aquella revelación, solo atiné a gritarle al fotógrafo que me acompaña.
—¡Por un carajo Julián!, Lorenzo camina!, ¡camina! —.