Puntero mentiroso
Esa tarde en nuestro partido de despedida, bajo el sofocante sol de verano, ninguno de nosotros parecía avergonzado de nuestra convicta condición de perdedores. Ni nuestro guardameta, a quien le encajaron ciento doce dianas, a razón de ocho por partido, ni yo, que era el hombre gol y no había conseguido rematar con acierto mi una maldita vez. De alguna forma era un alivio saber que ese era nuestro último encuentro. No teníamos nada que perder porque ya lo habíamos perdido todo.
Por CRISTHIAN TICONA
Era el último partido del campeonato y llevaba toda la temporada sin anotar un puto gol. Eso me convertía, gracias a las estadísticas, en el peor puntero izquierdo que el equipo jamás haya tenido. Los tantos que el Deportivo Independiente Moro Moro había sumado en los catorce encuentros previos, no superaban la media docena, y corrieron por cuenta de nuestro veterano centrocampista Jorge Durán, un retaco de metro y medio con una extraordinaria habilidad para zafarse de sus marcas. También aportaron en el score los hermanos Valdivia, ese par de larguiruchos defensas que pateaban el balón sin el menor sentido de la estética, y hasta el “Tuco” Paúl, que a esas alturas era el portero más batido del torneo. Era por lo general un granuja bastante tímido, pero fue contra el Alianza San Francisco que se empecinó en cobrar un tiro libre, y entonces, contra todos los pronósticos, la metió al fondo por una esquina del pórtico.
Esa tarde en nuestro partido de despedida, bajo el sofocante sol del verano, ninguno de nosotros parecía avergonzado de nuestra convicta condición de perdedores. Ni nuestro guardameta, a quien le encajaron ciento doce dianas, a razón de ocho por partido, ni yo, que era el hombre gol y no había conseguido rematar con acierto ni una maldita vez. De alguna forma era un alivio saber que ese era nuestro último encuentro. No teníamos nada que perder porque ya lo habíamos perdido todo. El partido era solo cuestión de trámite. Hasta que el pelado “Coco” Farah, nuestro capitán y mecenas y representante y entrenador a la vez, me puso la cruz encima: tú serás hoy nuestro único atacante, dijo, mientras sonreía con maleficencia. Claro, como él no tenía que aguantar las patadas de mula que me conectaban los bestias de la defensa contraria, el muy pendejo pretendía que hiciera lo que no pude durante todo el campeonato. Mojar. Anotar. Inflar la red. Como si yo me fuese a tragar el cuentito ese de que el honor del equipo estaba en mi fallida pierna izquierda. Para entonces, los defensas contrarios se burlaban diciéndome “puntero mentiroso”, “puntero mentiroso”.
Fue así que durante el primer tiempo todos se la pasaron tirando balonazos al área rival donde yo esperaba asustado, arrinconado por el monstruo de la derrota y con las bolas encogidas, rogando que ninguno de esos pases me pusiera en ventajosa posición de ataque, porque seguro fallaría. Era casi una certeza. Había rematado de todas las formas con el mismo resultado. La pelota llegaba lentamente a manos del portero, dando pequeños saltos por el suelo deforme. Estaba cómodamente instalado en esas reminiscencias cuando vi pasar una pelota envenenada. Y empecé a correr, tras ella, como un orate.
¿Cómo llegué a un equipo de fútbol? No es tan fácil explicarlo. Entre enero y abril se juega en Omate, un distrito remoto de la sierra sur peruana, el torneo más importante del balompié local: el campeonato de verano. Para la mayoría de muchachos de este lugar, el mundo se reduce a los caseríos aledaños. Su única patria es la aldea donde nacieron. Aquí el país solo existe en los libros de historia y las noticias de Lima, la capital, llegan esporádicamente como si hablaran de Marte o de la luna. No hay incentivos económicos. Los ocho equipos que disputan el campeonato de verano juegan por algo más que el torpe gusto de correr tras un balón. En Omate el fútbol es una cuestión de honor. La villa de mi padre tenía un nombre diurético: Urinay. Mis compañeros de colegio se burlaban preguntándome ¿cuándo vamos a orinar? Aunque nací en la capital del distrito, Omate, crecí viendo cómo la oncena del Deportivo Viña Hermosa de Urinay conquistaba triunfos. A medida que los niños crecían se incorporaban progresivamente al equipo. Lo de Viña Hermosa no era antojadizo sino que le hacía justicia a los extensos cultivos de vid del ubérrimo valle donde pasé mi infancia pastoreando ovejas.
En Urinay los puestos en el conjunto de fútbol se heredaban. Por lo tanto me correspondía la posición de volante defensivo. Pero a mí, eso me sabía a conformismo. Lo mío era meter goles, someter al rival con la contundencia de mi pierna izquierda. Siempre fui diestro, pero el año que mi padre se jubiló del equipo yo tenía quince y estaba decidido a demostrar mis progresos con la zurda. Metí en la mochila mis chimpunes nuevecitos, las canilleras, el short, y mis ilusiones de novel futbolista. Pero el puesto se lo dieron a un extraño. Al siguiente verano estaba inscrito como flamante puntero izquierdo en el Deportivo Independiente Moro Moro, la oncena del pueblo vecino. Para Urinay me convertí en un traidor, un apestado, y el fútbol era para mí la posibilidad del desquite.
De modo que me tenían ahí, aguardando sin esperanzas en el área contraria, en una cancha de tierra, cubierta con piedra pómez. Los hinchas se sentaban al borde, bajo la sombra de empinados molles y eucaliptos. Si nos ganaba el Viña Hermosa, se coronaba campeón. Si le ganábamos, su suerte dependía de otros partidos. Y nosotros, que lo habíamos perdido todo, queríamos ganar. Había razones de sobra para intentarlo, y una de ellas era nuestra tribuna. Todo el pueblo de Moro Moro vino a vernos jugar la final, sin importarle el papelón que hacíamos. Caminaron con nosotros dos horas y media, sorteando cerros y cruzando ríos, con burros cargados de mangos y chimbango, hasta que llegamos a la sede del campeonato. Nadie quería arbitrar por el terror que impusieron los “Calambucos”, los recios defensores del Juventud San Juan de Dios, que al verse superados se metían en carretilla a romper piernas. Eran gemelos y al ganarse la tarjeta roja, entre los dos se iban a las patadas contra el réferi, los hinchas se metían a la cancha y todos sacaban su mejor repertorio de puntapiés y puñetazos, mientras yo me sumía en largas cavilaciones sobre mis yerros en esos momentos decisivos en que fui amasando mi reputación de fracasado. Algo sucedió cuando en ese momento vi pasar esa pelota y me eché a correr como un endemoniado.
La bola cayó, dio un botecito, y ahí le empalmé un zapatazo con la zurda. “Cachalote”, el arquero, apenas se inmutó, convencido de mi impericia. Pero la redonda golpeó el parante derecho, y yo que seguía corriendo como un caballo desbocado, tropecé con la pelota y caí de bruces dentro del arco. Me levanté abochornado, buscando el balón que finalmente había entrado. Gol.