Bitácora del duelo (1)
He rumiado la idea de escribir este diario desde aquel infausto noviembre. Al principio apareció como una idea difusa, como un discreto asedio nocturno de mis cavilaciones. Con los días se hizo urgente. Como si contarlo todo sirviese de antídoto para el dolor. Pero no me alcanzaba la fuerza. Hasta hoy. Hasta ahora que en medio de esta noche turbia me he relamido las heridas y me he catapultado sobre mi ordenador portátil con ganas de vomitar esta historia. ¿Por dónde empezar? ¿Tiene alguna importancia mi desventura más allá de la curiosidad y el morbo? Después de todo, el desengaño es un drama universal. A todos nos toca alguna vez. Y cuando llega, arrasa con nosotros.
¿A cuántos de ustedes los ha devastado? ¿Cuántos han logrado salir de ese pantano donde en cada paso se hundían más y más hacia las profundidades del infierno? Quizá convenga no hablarles sobre mí. Despojos de pudor todavía tiñen mis mejillas. Quizá sea mejor entremezclar todas las traiciones y, desde ese lugar común, concebir mi propia narrativa sobre el duelo. Así que tomaré el camino más cómodo y me andaré de puntillas por la borrosa frontera entre la realidad y la entelequia, allá donde apenas puedan distinguir mi viacrucis y empiece el de ustedes. Sí, en ese punto donde se reconozcan cargando sus propias cruces, con sus Judas y sus Marías. Solo así podré enmascarar este calvario. Solo así podré contarles cuánto duele esta herida.
La tragedia me agarró desprevenido. Nunca la vi venir. De modo que, afortunadamente, no podré utilizar ese horrible cliché con que mis colegas periodistas salían del paso sentenciando en sus titulares que era una “Crónica de una muerte anunciada”. Creo que simplemente fue un huracán, imprevisto y violento. Fue tan intempestivo que me agarró con la guardia abajo. Y cuando reaccioné, casi instantáneamente, ya todo estaba en ruinas. No lo vi venir. Andaba distraído en los avatares de la vida. ¿Quién puede juzgarme por eso? Creí que era uno de mis mejores años. Conocí a Joaquín Sabina en el backstage de su último concierto en Lima. Me las ingenié para tomarme unos tragos con él hasta que se lo llevaron pasado de copas. Viajé por el mundo visitando museos y monumentos. Coincidí con Phillippe Jaroussky en Venecia. Allí aplaudí hasta el delirio su interpretación de Händel en La Fenice. Perseguí en París a la exótica soprano Aída Garifúllina, después de un recital en la Ópera Garnier. Con un poco de suerte, en la puerta de su hotel nos hicimos un selfi que me supo a gloria. Una tibia mañana de otoño visité la tumba de Baudelaire. Leí “Piedra negra sobre una piedra blanca” en la cripta de Vallejo. La vida me sonreía de algún modo y no tenía la remota sospecha de que la fatalidad se avencidaba a mi vida, tendiéndome un cerco mortal. Así que una tarde, después de visitar El Domo des Invalides, caminé con Paula hasta la Torre Eiffel, y con una inmejorable puesta de sol de tonos naranjas y violáceos, le pedí matrimonio con mi mejor repertorio de halagos. Una llovizna nos sorprendió sentados en el césped del Champ de Mars.
Fue una pedida de mano escrupulosamente planeada. Aunque austera, no tardaron en llegar los girasoles, las copas de champagne y la invitación de un crucero para pasear por el Sena. Paula se emocionó hasta las lágrimas. Antes de darme el sí hizo una larga remembranza de aquel año loco en que nos conocimos comiendo cebiche en el Casino Militar de Trujillo. Recordó con detalles precisos la noche en que un autobús nos abandonó en el desierto de Máncora y que abrazados, escuchando el rumor de las olas, imaginamos una vida juntos, hasta que la muerte nos separe. De eso habían transcurrido diez años. Después de casi una década de convivencia, había llegado el momento de sellar nuestra unión. Paula se secó las lágrimas, me miró tiernamente y me dijo.
—Acepto con una sola condición. Tienes que prometerme que el día que te canses de mí me lo dirás sin importar las consecuencias.
—Cuenta con eso. Yo espero lo mismo de ti— respondí un tanto confundido.
—Sabes que soy escorpio. La lealtad de los escorpianos es a prueba de balas. Y si un día me canso de ti, me marcharé de tu vida antes que traicionarte— sentenció con un amago de suspiro.
Luego me besó. En sus labios sentí un ligero gusto salado. Era el sabor de sus lágrimas que nuevamente caían de sus ojos, como ríos de felicidad.