Bitácora del duelo (2)
Convengamos algo. Ganar es fácil. Lo difícil es sobreponerse a la derrota. Porque es ahí, créanme, ahí en el fracaso, donde se fraguan los hombres de verdad. Algunos se rompen para siempre. Otros quedan inválidos del corazón. Y están los que tienen el coraje de volver a amar. Son los que entendieron que el amor es lo único que vale la pena en esta vida. ¿Cuál de esos tres caminos me espera? Creo saberlo. Pero sería demasiado pretensioso manifestarlo en este estado de congoja. Por ahora lo único que puedo decirles con certeza es que mi derrota tiene nombre: Paula Samamé.
Tengo claro que no puedo etiquetar a Paula desde el dolor de los últimos acontecimientos. Tampoco es mi intención convertir este diario en una burda elegía. A lo sumo tengo el lejano anhelo de encontrar alguna que otra brizna de redención para mi alma en pena. Diré en su favor que durante estos diez años ha llenado mi vida de memorables episodios de felicidad. Es cierto que ya no sirven para nada, pero en su momento fueron supremamente gratificantes. Paula amaba con urgencia. Con desesperación. Con miedo. Como intuyendo la caducidad de nuestro idilio. Y en ese trance de arrobamiento, desnuda y desarmada, me concedía el privilegio de rozar toda su fragilidad humana, su versión límpida que antecedió a nuestro romance. Estaba rota. Rota y vacía. Y aunque me lo gritó en la cara un par de veces, en el fragor de esos pleitos absurdos que nos hacían perder el tiempo, no supe advertirlo hasta el día en que ella terminó rompiéndome en mil pedazos.
—Yo no puedo amar a nadie —me espetó durante esas riñas. —¿No entiendes que estoy vacía? No sé sentir amor—.
Lejos de huir despavorido, y salvarme, yo la abrazaba tercamente hasta rendir su resistencia. Luego venía el bajón emocional. Lo nuestro era lo más parecido a una montaña rusa. Había pasión, es cierto, pero el vértigo hacía que confundiésemos el espasmo en el estómago con las mariposas del enamoramiento. Así, nuestro noviazgo estaba compuesto por momentos de alta intensidad y largos periodos de hibernación. Éramos felices.
Paula trabajaba como intérprete para Voice, una empresa gringa que daba servicios de traducción simultánea en distintos idiomas. Voice tiene una central telefónica con trescientos treinta y tres operadores que clasifican y direccionan las llamadas a las intérpretes que están en distintas partes del mundo. A Paula por lo general le derivaban llamadas de los servicios públicos para que traduzca a los residentes latinos que no hablaban inglés o a los que masticaban un espanglish tan malo que no se les entendía un carajo. Bip, bip, bip, sonaba el aplicativo en su celular y ella entraba en trance. Conectaba sus auriculares, se acicalaba el cabello y se ponía color en los labios, como si se tratase de una cita romántica. Me conmovía su dedicación. Yo no entendía porqué se involucraba tanto con las voces de gente que no conocía y que además se encontraba tan lejos. Cuando la llamada se extendía, le acercaba un vaso de agua y un chocolate de La Ibérica. Ella me lo agradecía con una sonrisa tan coqueta que no me dejaba dudas sobre lo que venía después. Así que yo tomaba la iniciativa, descorchaba un vino y ponía al horno una lasagna. Otras veces ordenaba pizza o maquis o cualquiera de sus platillos favoritos. Cuando por fin colgaba el teléfono, la mesa estaba servida.
Pasaban cosas raras durante esas llamadas. Intervenciones policiales. Consultas médicas. Reyertas en los penales. Paula se trasladaba mentalmente a cada lugar y hacía su mejor esfuerzo para que sus interlocutores se entendiesen. Por lo general se divertía muchísimo traduciendo las conversaciones surrealistas de gente que parecía haber caído de la luna. En cierta ocasión, la Policía llegó a una vivienda en Sunset Park, en los suburbios de Nueva York. Discutían dos tipos con claro acento venezolano. Eran pareja. La riña había empezado por un asunto tan doméstico que no se entendía cómo es que llegaron a tomar los cuchillos de la cocina. Peleaban por unas fallas en el sistema de calefacción. Pero el desamor te lleva siempre por caminos insospechados. Primero fueron los reclamos por dinero. Luego la escena de celos por el plumber. Y después, la confesión de la infidelidad. Cuando el oficial les preguntó qué demonios pasaba, la respuesta dejó muda a Paula.
—¡Es un puto mamahuevo! ¡Es un puto mamahuevo! —acusó uno de los sujetos.
Paula me miró sonrojada. Se encogió de hombros y se disculpó con los agentes policiales por lo que iba a traducir. Tomó aire, contuvo la risa y exclamó imitando el tono del quejoso.
—¡He's a fucking cock sucker! ¡He's a fucking cock sucker!
Yo solté una carcajada. Ella me regañó con la mirada. Cuando terminó el embrollo, los dos reímos abrazados sin imaginar que estaba a punto de empezar el descalabro. Bip, bip, bip, volvió a sonar el celular. Del otro lado, las angustiadas voces no presagiaban nada bueno. Una parturienta era atendida por los paramédicos en el condado de Gwinnett County, en Georgia, camino al hospital más cercano. Tenía un profuso sangrado vaginal. Paula empezó a transpirar mientras traducía a la mujer. Se quejaba de intensos dolores en el vientre. Pero luego de quince minutos de caos y suspenso, un silencio anunció la trágica noticia. El bebé no sobrevivió. Segundos después la madre hizo un paro cardiorrespiratorio y expiró. Paula estaba desencajada. Tenía los ojos encharcados, pero no lloró. Sentía rabia, frustración, tristeza. No esperó el protocolo para terminar la llamada. Simplemente colgó. Tiró los auriculares y corrió a donde yo estaba.
—Eso fue todo. Se acabó. Se acabó —me dijo con la voz quebrada. —Llévame a dónde sea—.
Fuimos por un trago y volvimos al amanecer, completamente beodos. Fue durante esa noche confusa y sombría que por primera vez hablamos de casarnos.