Bitácora del duelo (3)
Hoy amanecí con una pereza eterna. El dolor se instaló súbitamente en el pecho como todas las mañanas desde aquel domingo en que descubrí el secreto de Paula. Salté de la cama. Miré la ciudad por la ventana. Juré frente al espejo no volver a traicionarme. Y así, sin más, fui por mis primeros diez kilómetros del año. El olor a tierra húmeda, las endorfinas anestesiándome el cuerpo, las piernas protestando de cansancio, y el deseo de un cielo nuevo, un cielo con ángeles y duendes, donde mi hada madrina, divinamente humana, me cuente cuentos en un sueño del que no sea posible despertar.
El running ha sido mi tabla de salvación desde que tengo uso de memoria. Corría de niño para demostrarle a papá que no era un debilucho al que todos podían ganarle. Me inscribí en mi primera media maratón cuando tenía quince años. Me había enamorado de mi prima Catalina y quería probarle que su noviecito era un esperpento que no podía darme competencia. Para sorpresa mía, el esperpento hizo un soberbio remate en los últimos doscientos metros y tuve que jugarme el honor de la familia, tomando grandes bocanadas de aire y alargando mis zancadas en un esfuerzo descomunal que, tras cruzar la meta, apenas unos centímetros delante, me desplomé pesadamente. Catalina nos reprendió a los dos, avergonzada, y rompió con ambos. Yo me desquité corriendo más, por las madrugadas, otras veces por las tardes, o en las noches cuando había luna llena. Corrí tanto que hasta llegué a creer que podía dedicarme profesionalmente al atletismo.
Pero fue con Paula Samamé que descubrí el verdadero poder sanador del running. O, mejor dicho, sin ella. Porque cuando tenía sus crisis existenciales y se le daba por odiar al mundo, a la humanidad, a las personas que la amaban, y se odiaba ella misma sin concesiones, me desterraba de su vida y de su cama, o bien se marchaba sin dejar rastro para abandonarse a las saturnalias con que intentaba cubrir sus carencias. Entonces yo corría como un acto elemental de supervivencia. Corría siete kilómetros al día, de lunes a viernes, y quince kilómetros los fines de semana. Llenar los pulmones de oxígeno, llevar al cuerpo a los límites de la resistencia y el dolor, me producía tal cantidad de oxitocinas que terminaba con una extraña sensación de felicidad. Corría con una ridícula playlist de baladas que solo exacerbaban mi pena. Hasta que un día, el día en que Paula me pidió tiempo, sin referencia de días, meses o años, tiempo simplemente, tiempo para esclarecer sus sentimientos respecto al muchacho que había conocido en una peña de Chiclayo, deseché las baladas y me adentré en el misterioso poder del rock. Si correr tenía un efecto terapéutico, hacerlo escuchando rock multiplicaba su poder curativo.
¿En qué piensan los atletas cuando corren? ¿Cuál es su combustible? ¿Qué los sostiene cuando las fuerzas parecen abandonarlos? Cuando corría diez kilómetros, por ejemplo, los primeros trescientos metros son los que menos disfrutaba. Era poner la máquina en marcha. La cabeza hacía cálculos sobre el trayecto y trazaba un plan para dosificar la energía. Para cuando la ruta se ponía cuesta arriba, el sudor empezaba a meterse por los ojos, la camiseta empadada se pegaba al torso, la respiración se hacía más difícil y entonces libraba un silencioso combate conmigo mismo. ¿No sería mejor tomarme un descanso? ¿Y si pegaba la vuelta? ¿Valía la pena castigarme así?
A veces, la derrota empezaba su cortejo mucho antes de la carrera. Así fue esta mañana. Me sentía cansado. Sin ánimos de nada. ¿Para qué salir a correr si no tenía ganas? ¿Acaso era una obligación? Al fin de cuentas podía hacerlo mañana o cuando se me diese la regalada gana. ¿Acaso no tenía derecho a no hacer lo que no me apetecía? Estaba por sucumbir a la tentación del fracaso cuando observé las zapatillas nuevas sobre la mesa de noche. Me las había regalado Jorgito, en la víspera, con una tarjeta de feliz cumpleaños. “Nunca te rindas amigo. Recuerda que es tu tiempo. Plutón ya está en Acuario. Es hora del desmadre”.