Puntero mentiroso
Esa tarde en nuestro partido de despedida, bajo el sofocante sol de verano, ninguno de nosotros parecía avergonzado de nuestra convicta condición de perdedores. Ni nuestro guardameta, a quien le encajaron ciento doce dianas, a razón de ocho por partido, ni yo, que era el hombre gol y no había conseguido rematar con acierto mi una maldita vez. De alguna forma era un alivio saber que ese era nuestro último encuentro. No teníamos nada que perder porque ya lo habíamos perdido todo.