A Mario Benedetti, el poeta tierno
La noticia de su fallecimiento me fulminó de golpe y sin atenuantes. Luego me sobrevino un sentimiento de orfandad insondable. ¡Dios mío! De modo que eso era la tristeza. Me levanté del escritorio y caminé hasta el lobby del periódico, buscando refugio. Allí encontré a mi buen amigo Napo Márquez. Era domingo. ¿Qué te sucede? Traes cara de muerto, me espetó. Yo solo atiné a abrazarlo. El que se ha muerto es Benedetti, le respondí con voz entrecortada. Y me abandoné al llanto. Era previsible. Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia es más que una colección de libros en mi biblioteca. Es un catálogo amplísimo de complicidades, discrepancias y coincidencias. Es mi vida tomando la apariencia de sus cuentos. Son sus poemas asemejándose a mi historia. ¡Hasta siempre amigo y maestro!
Así estamos / consternados / rabiosos / aunque esta muerte sea / uno de los absurdos previsibles. Ahora que asumo cabalmente tu partida, el diagnóstico de este duelo límpido y silencioso cae sobre mis párpados, como las hojas secas del jardín botánico al que siempre regresabas. Allí te instalabas, a la izquierda del roble, con tus historias cotidianas y tus versos limpiecitos, recién secados al sol, a la intemperie del alma.
Le tenías ojeriza a la pureza / porque sabías cómo somos de impuros / cómo mezclamos sueños y vigilia / cómo nos pesan la razón y el riesgo. Tenías razón. La amistad consistía a veces en impecables e impúdicas traiciones. En llenar vacíos ajenos y sosegar penas extrañas. No sabían un corno. Nadie les explicó que la primavera regresaría sin sus esquinas rotas. Siempre regresa. Ni les dijeron que esas pequeñas complicidades derribadas, volverían para pedirnos cuentas. ¿Qué dirán los felones? ¿Qué dirías tú? ¿Cuánta vergüenza sentirías?
Yo también escuché una paloma / que era de otros diluvios / yo también destrocé un paraíso / que era de otras infancias / yo también gemí un sueño / que era de otros amores. Debo confesarlo. Siempre tuve miedo a los fantasmas que asomaban desde tus cuentos. Eran escrupulosamente reales, tan miserablemente humanos, que en lugar de amenazas, parecían el anticipo de un dolor próximo, de una pena en ciernes. Pocos lo saben, es cierto, pero fueron tus versos los que dieron confort a mis rotundos e inapelables fracasos. De ellos fui aprendiendo que las derrotas nunca son definitivas, y que la vida se encarga de planificarte la revancha, con la estrenada posibilidad de ser vencido nuevamente.
Vos lo dijiste / nuestro amor fue desde siempre un niño muerto / solo de a ratos parecía que iba a vivir / que iba a vencernos / pero los dos fuimos tan fuertes / que lo dejamos sin su sangre / sin su futuro. Sin embargo te encaramaste en mi última alegría para tender puentes, laboriosamente, hasta llegar al punto neutro donde nos desencontramos. Yo le escribía, por las noches, mientras agostaba el alma. Me gustaba adivinarla regresando de su exilio, no exactamente más linda ni más fuerte ni más dócil ni más cauta, solo volviendo, distinta y con señales.
Creo que tenés razón / la culpa es de uno cuando no enamora / y no de los pretextos / ni del tiempo / Hace mucho, muchísimo / que yo no me enfrentaba como anoche al espejo / y fue implacable como vos / mas no fue tierno. Después de todo siempre nos aflora la cobardía. Bueno, no siempre. No a todos. Siempre hay unos más despreciables que otros. Por eso entiendo tu odio contra los torturadores y la rabia que te provocaban las dictaduras, las cárceles, los barrotes.
El hecho es que llegaste temprano al buen amor / al amor cantado / al amor decantado / al ron fraterno / a las revoluciones / Pero sobre todo, llegaste temprano / demasiado temprano / a una muerte que no era la tuya / y que a esta altura no sabrá que hacer con tanta vida.